Excmo. Sr.:
Muy Sr. mío: Desde que llegué a esta Ciudad vi con asombro el inmenso número de Iglesias y Conventos que la cercan, y más el de Eclesiásticos y Regulares que la disfrutan. Para instruir mejor el ánimo de V. E. me ha parecido incluirle los adjuntos Planos y verá con sorpresa que sólo en el casco de Sevilla comen con el sudor de los infelices 3.497 personas Religiosas, siendo más espantoso que del Orden de San Francisco únicamente haya 1.081, número que parece exagerado y que no puede ser más exacto, pues dichos Planos están formados por las Relaciones juradas que me han presentado los mismos Prelados para la libertad de derechos que tiene el Rey concedida a los abastos de Regulares.
La muchedumbre de éstos ha producido su relajación. Ya están notados los de Andalucía de ser menos Religiosos que en otras Provincias. Pero la experiencia me ha hecho ver que viven con un desorden tan escandaloso que se hace increíble. Lo menos es que vayan a la Comedia, a sentarse en el Patio con lo ínfimo del Pueblo. No es tampoco lo más que vivan como seculares equivocándose con ellos hasta en el traje. Sus escándalos pasan a más, y yo puedo asegurar a V. E. que la mayor parte de contrabandistas que hay en esta Ciudad se compone de los Regulares. En el poco tiempo que ha que estoy en este País cuidando de las rentas del Rey, he tenido ya muchos contrabandos cogidos a ellos. Y como no hay armas para contenerlos porque sus privilegios los eximen de toda jurisdicción, y que sus Prelados por cumplir, los echan por una puerta para que entren por otra, no hay medio para sujetarlos. Continúan este exceso con mucho perjuicio del Rey y libres en su persona de todo castigo, son los introductores de cuanto se defrauda.
Por otra parte, ¿cómo es posible que los que aman la Nación, vean sin dolor que tanto ciudadano se consagre al celibato, privando al Estado de la población, que es la riqueza y principio de su poder? El Rey, que se dignó encargarme el establecimiento de 6.000 alemanes que contrató para la Sierra Morena, me ha hecho testigo de los inmensos caudales que expende por agregar estos Colonos a la Nación, y reflexiono la contradicción que aparece entre consumir por una parte su Real Erario por poblar sus Estados con extranjeros, y permitir por otra que sus propios vasallos, que hablan la lengua del País, se hagan inútiles en él, consagrándose a un destino que priva al Estado de sus personas y sus descendientes. Si la superior Ilustración del Consejo persuadido de que el poder y riqueza de un Estado depende de su población, ha promovido a tanta costa y tan debidamente la del Reino por extranjeros, ¿cómo permite que lo despueblen sus mismos naturales?
Sírvase V. E. de calcular cuántos novicios es menester que entren cada año en Sevilla para mantener subsistente un cuerpo de 3.497 Regulares. Calcule después cuántos deberán entrar para sostener el inmenso número que hay de ellos en España y no se admirará de que se destinen cada año a Regulares mayor número del que a tanta costa introduce el Rey de Extranjeros.
¿No será, pues, más barato y más útil al Estado impedir que se utilicen y extravíen más de seis mil españoles que entran anualmente en Religión?
Bien sé que dos de los Prelados Generales de los Regulares han mandado que se vaya con más tiento en la admisión de novicios. Quizá han dado esta orden porque conocen la Ilustración del actual Gobierno, y temen que si no lo hacen ellos mismos, se les mande hacer. Quizá también les inspira este dictamen su propia prudencia y no querrán sacrificar el bien del Estado al de su Religión. Pero de cualquier modo que sea, éste es un remedio diminuto, incierto y precario, que tendrá fin cuando se observe que el Gobierno afloja en estas máximas, o cuando a los prudentes Prelados que hoy lo dictan, sucedan otros menos discretos, que olvidándose, como hasta ahora ha sucedido, de los intereses públicos, sólo piensen en promover los de su orden.
Aún cuando todos los Generales se juntases a prohibir que no se recibiesen más novicios, no pudiera reposar el Gobierno, ni dejar de tomar por su parte las medidas oportunas para remediar daño tan destructor. ¿La felicidad pública ha de depender de la voluntad o el concepto de personas extrañas, interesadas en lo contrario, que pueden revocar la orden cuando les parezca? Si lo hacen por recelo de la Ilustración del Gobierno, dejarán de hacerlo, luego de este cese; y si por concepto, este varía con las personas, que se mudan en aquellos empleos.
¿Y qué? ¿El Gobierno se fiará, par que destruya el mal que lo arruina, en personas que están interesadas en fomentarlo? ¿Y no ha de llegar el caso de que tome por sí mismo medidas ciertas, únicamente propias de su obligación autoridad? Los demás remedios son vagos, flojos y de poco tiempo; ni jamás se corregirá en la nación este vicio interior que la aniquila, si el Consejo, como su tutor, no toma seguras y eficaces providencias que lo extirpen.
A mí me ha parecido propio de mi obligación hacerlo presente a V. E., persuadido de que ninguna ocasión es más oportuna, por la Ilustración y celo con que V. E. preside al Gobierno de la Monarquía. Y si mis reflexiones son dignas de que por ellas se piense en poner a este mal algún remedio, a nadie podrá dictarlo mejor que V. E., de quien espera el público corrija un Perjuicio nacional que lloran después de mucho tiempo verdaderos españoles.
N. S. G. a V. E. muchos años. Sevilla y enero 31 de 1768
Excmo. Sr.
B. l. m. de V. E. su mayor servidor
D. Pablo de Olavide (rubricado)
Excmo. Sr. Conde de Aranda
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