Así como la de genio, la palabra gusto tiene tres principales acepciones. Por la primera expresa uno de los cinco sentidos corporales: el que nos sirve para percibir en los manjares los sabores, distinguiendo lo dulce de lo amargo, lo salado de lo insulso, etc.
También se usa con la significación de estilo, orden, carácter o manera; por lo cual decimos que tal palacio, o iglesia es de gusto árabe, gótico, dórico; que tal pintura es de gusto flamenco; que tal música es de gusto clásico.
Entendemos por gusto en literatura la facultad que tiene el hombre de recibir placer con la contemplación de las obras artísticas y de discernir en ellas lo sólido, de lo fútil; lo bello, de lo defectuoso; lo claro, natural y armónico, de lo oscuro, afectado y discordante; en suma; lo bueno, de lo malo.
Esta facultad es instintiva: antes de que la edad traiga consigo el uso y desarrollo de la razón, ya claramente se manifiesta en los niños por muchas señales: a todos ellos les agrada la luz, y desconociendo el peligro, extienden las manos para cogerla: todos se deleitan con los juguetes pintados de vivos colores, con los pájaros, las narraciones maravillosas en que la imaginación predomina y los cantares cadenciosos de sus madres. En los salvajes, que bajo de muchos conceptos merecen considerarse como niños también, observamos lo mismo y en un grado mayor y más perceptible. Hay tribus que desconocen las leyes, la ciencia, la industria, la agricultura más rudimentaria y hasta la manera de labrar una miserable choza para evitar las inclemencias de las estaciones; que solo tienen confusas y vagas ideas religiosas nacidas del temor, viviendo errantes y a la casualidad de la caza, la pesca o de los frutos que sin cultivo dan algunos árboles. Pues en estos mismos desgraciados se manifiestan los gérmenes del gusto: gozan con sus danzas festivas o guerreras, con sus himnos sagrados o feroces; se llenan de júbilo al contemplar las telas, prefiriendo las de colores más fuertes, y permanecen silenciosos y extáticos si alguna vez llegan á escuchar música europea.
Tal es el gusto y por tan rudas manifestaciones nos da conocimiento de su existencia cuando aun no han podido ensanchar sus angostos límites y depurarle de su primitiva grosería la contemplación inteligente de la naturaleza, el estudio de los modelos y el examen de las reglas; pues, como el genio, tiene estas tres maneras de crecer y mejorarse. ¡Pero hasta qué punto no llega con la cultura! Para apreciarlo con asombro basta que nuestra imaginación recorra velozmente la infinita distancia que media entre los deformes ídolos del salvaje y las estatuas griegas: entre el bronco estrépito de los caracoles marinos y las espirituales armonías de nuestros conciertos: entre los colorines con que se embadurnan los caciques y la riqueza de tonos que admiramos en las imágenes de los grandes pintores.
Desarrollada ya esta facultad, lleva siempre en sí dos elementos, compañeros inseparables, aun cuando con toda claridad se distinguen uno de otro: tales elementos son la delicadeza y la corrección. No puede haber gusto delicado, que no sea correcto; ni tampoco existe jamás la corrección sin la delicadeza. Con lodo, suele suceder que no se hallen equilibrados ambos elementos, predominando ya el uno, ya el otro; de lo que resultan varios fenómenos cu la producción y análisis de las obras artísticas y literarias.
Cuando la delicadeza excede a la corrección, cosa muy frecuente en los poetas y artistas, hay una exquisita percepción de la belleza, el ánimo goza creándola y contemplándola; a primera vista penetra y discierne todos sus primores; no existe ningún sentimiento que por muy fino, velado ó profundo, deje de serle conocido y patente; pero se fija poco en los defectos, apartando de ellos la atención para dedicarla más bien á lo que tan nobles placeres y conmociones le produce.
Si, al contrario, la corrección predomina, y esto es lo común en los hombres llenos de conocimientos, pero escasos de genio, la atención escudriña más bien los defectos que goza en las bellezas; pues para advertir los unos y censurarlos, basta el saber adquirido con el estudio; mientras que para penetrar y sentir las otras son de todo punto necesarias ciertas dotes naturales (sensibilidad, fantasía, finura de los sentidos) que nunca por completo alcanza á suplir la ciencia.
Para convencerse de la existencia simultánea de ambos elementos (delicadeza, corrección) en el gusto, de la frecuente superioridad de alguno de ellos y de los efectos de este desnivel en el examen de las obras literarias y artísticas, bastan los siguientes ejemplos: Quintana y el Duque de Rivas, poetas de genio, capaces de autorizar y comprobar sus doctrinas con escritos propios donde se ven modelos de singular belleza, no desconocían de ningún modo las incorrecciones, la difusión, los falsos adornos, los extravíos de Lope de Vega, Valbuena y Calderón de la Barca; pero sobre todos estos defectos y á pesar de ellos, admiraban las altísimas prendas de tales autores, reputándolos fundadamente como insignes glorias de la poesía castellana. Tampoco ignoraban las manchas que suelen afear muchos de nuestros romances; lo cual no les impidió reconocerlos y declararlos como la más genuina expresión de nuestro carácter e idioma, dándoles la estimación y el alto lugar que merecen. Por el contrario, Gómez Hermosilla, instruido humanista, pero escaso de imaginación y sensibilidad, atiende con insistencia a las caídas de Lope de Vega, Valbuena y Calderón, desentendiéndose de sus vuelos sublimes y censurándolos con tanta dureza e injusticia, que podría explicarse por enemistad personal si hubiera sido contemporáneo de los autores á quienes rebaja, igual conducta sigue tratando del romance, al que sin razón alguna proscribe de toda obra lírica seria, tachándolo de bajo, grosero, soez, etc. ¿Y por qué causa? Ya se ha dicho: porque la erudición no puede suplir otras dotes; y Hermosilla era solo erudito. Juzgaba del mérito de las obras, no por la abundancia de sus bellezas, sino por la carencia de sus defectos; cuyo erróneo criterio le lleva al absurdo de conceder el primer lugar en la lírica española a don Leandro Fernández de Moratín, que aunque muy distinguido entre los poetas cómicos, no merece la misma consideración entre los líricos por su estrechez de miras, por su amaneramiento, su frialdad, y, en suma, por su falta de poesía.
Para concluir la presente lección procuraré dejar sólidamente establecidos y determinados ciertos principios, sin los cuales no tendría segura base lo ya expuesto, pudiéndose considerar más bien como opinión de algunos o de muchos, que como verdad universal, comprobada y evidente. Reflexionemos. La verdad, la bondad y la belleza ¿existen de por sí con vida propia, o dependen acaso de quien las examina y juzga, siendo y no siendo alternativamente una misma cosa verdadera y falsa, buena y mala, bella y deforme? Tal es la cuestión: planteada con esta claridad no deja lugar a la duda. Yo existo: diez y diez son veinte: el todo es mayor que cualquiera de sus partes. ¿Dejarían de ser verdaderas semejantes afirmaciones, por más que el universo entero se empeñara en negarlas? De ningún modo. Luego son ciertas de por sí, con total independencia de los juicios que sobre ellas formemos. —Otro tanto se puede asegurar de lo bueno y lo malo. Nace lo primero del cumplimiento voluntario de la ley moral grabada por Dios en nuestra alma: lo segundo resulta de su deliberada infracción; pero no del juicio humano. Acciones dignas de premio se han castigado a veces hasta con el patíbulo; acciones perversas han sido recompensadas con elogios, riquezas y empleos. Mas ni las unas dejaron de ser buenas, ni las otras malas. Pues lo mismo que con" la verdad y la bondad sucede también con la belleza. Esta subsiste igualmente por su propia virtud: en nada pueden alterarla nuestros juicios; de tal suerte, que si el hombre no existiera o la desconociese por completo, ella seguiría siendo lo que es, con nosotros o sin nosotros. ¿Acaso la salida del sol, un prado cubierto de flores, los poemas de Homero y Virgilio dejarían de ser bellos porque no hubiera quien los contemplara o los leyese? La belleza, pues, no se parece a la moda, hija de un capricho pasajero y pasajera como él; por el contrario, en sí lleva el sello de independencia y eternidad cual lo lleva esencialmente la misma naturaleza. Todo cuanto es uno y vario, proporcionado y armónico en sus medios y adecuado á su fin, es bello; por tanto, la belleza tiene caracteres propios, fijos y determinados. La falta de ellos constituye la deformidad.
De donde resulta asentada sobre firmes bases, no solo la teoría del gusto literario, sino la distinción entre el buen gusto y el malo o depravado; pudiéndose asegurar fundadamente que posee buen gusto quien discierne con claridad y acierto en cualquier obra lo bello de lo defectuoso; y que carece de él, o lo tiene extraviado y falso, quien suele tomar bellezas por defectos, o no alcanza con lucidez a separarlos y distinguirlos.
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