Desespera y muere
Chatterton (Alfred de Vigni)
Cruzado por el río más grande del mundo vive el pueblo, emblema de la grandeza moderna; grandeza materialista que se traduce en esos portentosos adelantos materiales que nada valen, y nada significan en el mundo moral.
Para ese pueblo no hay dificultades, ni obstáculos. Se tiene amor al hombre, porque detrás del hombre se ve una industria, un capital, una productiva empresa. La teología del sentimiento suprime el infierno por amor al género humano; se propone un sistema de seguros, una suscripción a cuarto por cabeza para la supresión de la guerra; la industria es una manía nacional; en la omnipotencia del taller se cifra la fe; he dicho la fe, no, Dios, el único Dios. Quemar negros encadenados, establecer la poligamia en los paraísos del Oeste, fijar en las paredes anuncios, sin duda para consagrar la libertad ilimitada, sobre la curación de las enfermedades de nueve meses, tales son algunos de los rasgos característicos, algunas de las ilustraciones morales del noble país de Franklin, el inventor de la moral de mostrador, el héroe de un siglo entregado a la materia.
Es preciso convenir que los Estados Unidos no es el país propio para formar poetas.
Fábricas por do quiera, que encubren con su humo de carbón de piedra el azul del cielo; traficantes por todas partes; por todas partes mercaderes; iglesias frías y desnudas: ni un monumento, ni un recuerdo, ni un mármol, ni un templo gótico, ni una ruina, que eleven el pensamiento al pasado y a Dios.
¿Cómo pueden nacer poetas en los desiertos?
En esa sociedad materialista hasta la degradación, positivista hasta la infamia, no debían nacer más que mercaderes.
Parecen plantas exóticas, anacronismos indisculpables, esos maravillosos hijos del genio, colocados entre traficantes y agiotistas.
Si hoy no se oyen los nombres de los mártires, es porque el bullicio, la febril agitación de la sociedad del tanto por ciento, no tiene tiempo para ocuparse de los que bajan al sepulcro.
¡Chatterton! ¡Malfilatre! ¡Balzac! ¡Hoffmann! ¡Edgar Poe! ¡Cuánto nombre ilustre y desventurado!
El uno, luchando contra la calumnia y la miseria; el otro contra la miseria y la opinión; éste contra la fortuna; aquél contra el destino; Poe contra sí mismo, contra el destino y contra la fortuna.
¡Lucha gigante, en que el genio cae siempre vencido, arrollado por la fatalidad!
Un biógrafo nos dirá gravemente que Poe, si hubiera querido regularizar su ingenio y aplicar sus facultades creadoras más apropiadas al suelo americano, hubiera podido llegar a ser un autor de dinero, a money making author. Otro biógrafo, un cínico ingenio repetiría que por bueno que sea el genio de Poe, le hubiera valido más no tener más que talento, porque el talento halla más salida en la plaza que el genio.
Otro, director de periódicos y revistas, amigo del poeta, confiesa que era difícil emplearlo y que se veía obligado a pagarle menos que a los otros porque escribía en un estilo muy por debajo del vulgar. ¡Quelle odeur de magasin! Como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo en lazo monstruoso la más tosca inteligencia a la ferocidad de la hipocresía villana, le han insultado y después de su repentina desaparición, han modelado rudamente un cadáver odioso, particularmente M. Rifus Griswold, que, para recordar aquí la expresión vengadora de M. George Graham, cometió entonces una inmortal infamia.
Poe, experimentando tal vez el siniestro presentimiento de una muerte súbita, había designado a los M. M. Griswold y Willis, para coleccionar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Este pedagogo-vampiro ha difamado largamente a su amigo en un enorme artículo, cobarde y odioso, colocado a la cabeza de la edición póstuma de sus obras. ¿No hay en América edictos que prohíben a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto a M. Willis ha probado, al contrario, que la benevolencia y el decoro marchan siempre unidos con el verdadero ingenio, y que la caridad hacia nuestros compañeros, que es un deber moral, es también uno de los preceptos del gusto.
Hablad de Poe con un americano, y confesará tal vez su genio; tal vez se encontrará orgulloso de tenerlo como hermano; pero en tono sardónico os hablará de la vida desarreglada del poeta, de su alcoholizado aliento que hubiera podido encender un fósforo, de sus costumbres vagabundas; os dirá que era un planeta sin órbita, un ser errante y estrambótico, que andaba corriendo de Baltimore a New York, de New York a Philadelphia, de Philadelphia a Boston, de Boston a Baltimore, y de Baltimore a Richmond.
Y si el estremecido corazón por estos preludios de una historia lastimera, dais a entender que el individuo no es tal vez el solo culpable, y que debe ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país en que hay millones de soberanos, soberanías mercantiles, formadas trabajosamente sin sentimientos delicados, como por lo regular sucede a los hijos del tráfico, en un país sin capital hablando propiamente, en un país sin aristocracia, entonces veréis que los ojos del americano despiden chispas y que su boca, inflamada por el patriotismo, lanza injurias sin cuento a la Europa, su vieja madre, y a la filosofía sana de los antiguos tiempos.
Edgar Poe no estaba al nivel de su patria, ni los Estados Unidos estaban al nivel de Poe.
Los Estados Unidos son un país gigantesco y niño celoso hasta la hipérbole del viejo continente. Orgulloso de su desenvolvimiento material, anormal y casi monstruoso, mira con desprecio todo lo venerado que no tiene, ni puede tener.
La actividad material, exagerada hasta las proporciones de un febril delirio, deja bien poco lugar en los espíritus para las cosas que no son de la tierra.
Poe, naturaleza elevada, y que creía que la desgracia de su país era no tener una aristocracia de sangre, atendiendo, como él decía, que en un pueblo sin aristocracia, el culto de lo bello no puede menos de corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los parvenus, que consideraba al progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de los papa-moscas; Poe, pues, era una inteligencia singularmente solitaria.
Colocad en medio de una sociedad agiotista e indiferente al sentimiento de la belleza, a un hombre como Poe, a quien el amor de lo bello hacía sentir todas las dulzuras y todos los deseos de una pasión mórbida, de una exquisita delicadeza de gusto, de imaginación soñadora, con todos los delirios y todas las auroras de una cabeza meridional y acabaréis por comprender que la vida para un hombre semejante venga a ser un infierno, y cuando el mal haya concluido, os admiraréis que haya podido durar tan largo tiempo.
El poeta es un enfermo, un monomaníaco.
Su enfermedad, su monomanía, ¡son el deseo y el amor de lo bello! Rara vez puede satisfacer su deseo; rara vez puede aliviar su enfermedad. ¡Ver un cielo y hallar un infierno, soñar en laureles, y tener que trabajar para buscar pan, ennoblecer la humanidad y verse olvidado de ella, descorrer ante la vista del mundo todos los iris, todas las divinas ilusiones del genio y del amor, ser el águila caudal a quien el sol no ciega, tener el pie en la tierra y la cabeza a los pies de Dios, y en el instante que ese vértigo cesa, que ese fuego inspirador se apaga, comprender el aislamiento, el frío, las necesidades materiales que la sociedad no quiere satisfacer por ver en el poeta, las más de las veces, un holgazán o un loco!
El poeta llega a comprender a la sociedad y quiere luchar contra ella. Lucha inclemente, en que mil veces los que valen menos sacrifican en aras de su orgullo a los que valen más.
¡Publicidad! ¡Publicidad!, ¿qué eres sino un infame pilori, donde al pasar el profano, puede insultar al genio impunemente?
Al llanto de hoy, contesta la esperanza con el mañana vengador; pero, ¡ay!, no hubieran vendido Chatterton, Cea, y mil otros, todas las glorias de la inmortalidad incierta por un presente digno y decoroso.
Hay un juego, común en los niños, que todo el mundo conoce. Se forma un círculo de carbones encendidos, se coge un escorpión, y se pone en el centro. El animal permanece inmóvil hasta que el calor le quema; entonces se asusta y se agita; esto promueve la risa. Marcha derecho a la llama, intenta valerosamente abrirse un camino a través de las ascuas, pero el dolor es excesivo y se retira. Esto sigue promoviendo la risa. Da vuelta lentamente al círculo y busca por todas partes un pasaje imposible. Entonces vuelve al centro y entra en su primera, pero más sombría inmovilidad.
Por fin, toma un partido extremo, vuelve contra sí mismo su dardo emponzoñado, y cae muerto en el instante. Entonces los niños ríen más fuertemente que nunca. Esto es, sin duda, cruel y culpable; y sin embargo, los niños son buenos e inocentes.
Cuando un hombre muere de esta manera, no es él el suicida, no. Es la sociedad quien le arroja a la hoguera.
Edgar Poe, era un mártir, y si cercenó su vida con el abuso del alcohol, era para matar su inteligencia, su inteligencia humillada y deprimida, que a cada momento le gritaba como al autor de Childe Harold, “Desespera y muere”.
© Museo Antológico Casa de los Poetas y las Letras. Avda. de Honduras, s/n (Casino de la Exposición, entrada lateral). 41013 Sevilla