Mi apreciado amigo:
Prometí a usted enviarle algunos apuntes de mis impresiones de viaje por las montañas de Santander, y cumplo como bueno mi palabra; por más que, como tuve ocasión de manifestarle en nuestra última entrevista, contestando a sus reiteradas instancias de que le remitiese estas impresiones para insertarlas en El Eco, ni mis escasos conocimientos, ni mi pedestre estilo me permiten escribir esas cartas de palpitante interés y de apropiado lenguaje con que engalanan las suyas los viajeros que van con el deliberado objeto de comunicar al público sus impresiones, y que tan gratas suelen ser a todos los que las leen. Supla, pues, a mi falta de aptitud mi buena voluntad por complacerle, y que tanto usted como los lectores de El Eco me perdonen, si en vez de narraciones que despierten su curiosidad, sólo les envío en mis escritos la receta infalible para dormir una siesta de verano.
Bien quisiera, amigo mío, como introducción a estas cartas, decir a usted algo sobre los adelantos materiales que haya podido observar en la corte de España; pero allí, como en nuestra Sevilla, los adelantos se quedan en proyecto; dígalo, si no, el ensanche de la calle de Sevilla, que hace cuatro años se proyectó y todavía no ha encontrado el Ayuntamiento de la coronada Villa la forma de llevarlo a cabo; y díganlo, en fin, los boulevares en proyecto de las afueras de Madrid, que, aunque ya trazados y sembrados de largas hileras de árboles, sólo Dios sabe cuándo estarán concluidos.
Dice el adagio que mal de muchos es consuelo de tontos: aceptemos los sevillanos el epíteto, aunque molesto, y consolémonos al ver que lo mismo que en nuestra querida Sevilla pasa en la villa del oso, en el estómago de España, como con justicia la calificó cierto diputado a Cortes, republicano posibilista y convecino nuestro.
También hubiera querido decir a usted algo de política y de los personajes que en ella se agitan, dentro de la forma y manera en que a El Eco le es permitido ocuparse de ella y de ellos; pero en punto a política y a politicastros, Madrid es hoy un cementerio, como diría Larra; casi lodos están en Biarritz, o en Aguas-Buenas, o en Baden-Baden; pocos en España; porque en este desgraciado país no hay, por lo visto, puerto de mar bastante cómodo, ni establecimiento balneario con las condiciones necesarias a satisfacer las exigencias ni la vanidad de nuestros hombres de Estado, ni de nuestra moderna aristocracia. Consecuencia de esto es el desvelo que las Empresas de ferro-carriles, en especial la del Norte, demuestran por servir a todos esos patriotas que van a vaciar su bolsa en el extranjero, y el poco interés que demuestran en complacerá los malos españoles que tenemos el detestable gusto de quedarnos a veranear aquende el Pirineo.
Pero no porque los políticos y aristócratas falten de Madrid ha perdido ésta del todo su animación. Los tranvías y carruajes, aumentados de pocos años a esta parte en una proporción asombrosa, circulan de día y de noche atestados de gentes y produciendo un ruido infernal. Los conciertos del Retiro y la función de moda del circo de Price se ven favorecidos de numerosa concurrencia; y en cuanto se escucha el grito de Toros en Madrid parece que hasta de las piedras brota la muchedumbre, que, llenando tranvías, breaks y demás vehículos, se precipita en dirección de la Plaza de los Toros.
No sé quién dijo que la única carrera de porvenir en España era la de torero, y ciertamente esta aseveración encierra una gran verdad. Compare usted, amigo mío, la situación de tanto joven ilustrado de los que se dedican a las letras o al foro, a las bellas artes o a la industria a al comercio, con la de un torero, por escasa que sea su celebridad, y se convencerá de la vida desahogada y hasta dispendiosa de éste último con la miserable y precaria de los primeros. Y en cuanto a consideración pública, ¿merece hoy, por ventura, el más inspirado poeta, el pintor más afamado, el joven comerciante o industrial más activo e inteligente, los honores y el aplauso que se prodigan a un torero, así por los grandes como por los pequeños? Ayer mismo, al pasar por la calle del Príncipe, he visto un grupo numeroso de personas de todas clases paradas delante del muestrario de una tienda donde se exhibía una magnífica espada de hoja toledana y empuñadura de oro, que se ostentaba en primoroso estuche abierto, con esta inscripción:
“Al simpático matador de toros Ángel Pastor, los bolsistas de Madrid”
Ahora bien: ¿cuándo los bolsistas de Madrid han demostrado iguales simpatías por un escritor ilustre, por un célebre jurisconsulto, o por un artista, en fin, de los que son honra y gloria de España por su saber y su indisputable mérito?
De este hecho concreto puede lógicamente deducirse que si en España para alcanzar honra y fama, así entre los bolsistas como entre los que no lo son, es necesario ser torero simpático antes que artista insigne, escritor ilustre o comerciante o industrial inteligente y honrado, el nivel de la ilustración ha descendido en España en estos últimos tiempos muchos grados bajo cero; y preciso será convenir en que hay algo de verdad en aquella tan repetida frase de un célebre escritor francés, El África empieza en los Pirineos, que sublevó el ánimo de todos los que de corazón nos llamamos españoles.
Pero esta carta va siendo demasiado larga, y con objeto de no molestar más a usted ni a los que hayan tenido la paciencia de leerla hasta el fin, doy por terminada la introducción, y en la próxima me ocuparé de mis impresiones de viaje.
Me repito de V. afectísimo y buen amigo.
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