En la vida de Alberto Durero se encarece que fue estimadísimo, no sólo del vulgo, pero de los hombres más sabios, y de los mayores Príncipes de su tiempo: particularmente del Emperador Maximiliano, abuelo de nuestro gran Carlos Quinto (cuyo retrato anda de estampa de su mano), y refiere el autor de ella una cosa que parece increíble, la cual yo no me atreviera a traerla aquí, si no estuviera estampada en su vida. Cuéntase que Maximiliano quiso un día que dibujase Alberto alguna cosa grande en su preferencia, en una pared de palacio, y como no pudiese alcanzar a lo alto, mandó a uno de los caballeros que le asistían que le sirviese de escabel, en que alcanzase a acabar su dibujo: el caballero propuso al Emperador ser mengua de la nobleza, estar a los pies de un pintor; y respondió el Emperador: que no sólo era Alberto noble, pero mucho más por su ingenio y arte; y que él podía hacer de un pintor caballero, pero no podía hacer de un caballero tan grande artífice (tanto puede la afición de lo extraordinario en los poderosos). Y en prueba de esto le dio entonces las armas de los pintores, para que de allí adelante se honrase con ellas, que son tres escudos de plata en campo azul (armas que usan hoy todos los pintores de Flandes). También es de notar la grande estimación que hizo de él el invictísimo Carlos Quinto, por el aventajado lugar que tuvo en la pintura. Pues oyendo la fama que corría de Rafael de Urbino, le envió su mismo retrato de mancebo de mano de Alberto Durero: en un lienzo blando, dibujado de aguadas, (como se ha dicho otra vez), y nuestro prudentísimo monarca Filipo Segundo, estimó grandemente sus dibujos (yo alcancé uno de su mano, de un libro que fue de Su Majestad, digno de suma veneración), y dicen que tenía en grande estima las tablas originales de todo el Apocalípsis cortadas de mano de Alberto, que se guardan hoy en El Escorial.
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