Paréceme de gran actualidad en los momentos presentes, y con motivo de la erección de la estatua de Guillermo Shakespeare en el elegante boulevard Haussman de Paris, recordar de qué modo penetraron las obras del gran poeta inglés en la capital vecina, y cómo al través de grandes controversias y de orgullos literarios se hicieron al fin plaza, domeñando las tendencias clásicas amuralladas en los privilegiados cerebros de Racine y de Voltaire.
Si el autor de Hamlet levantara la cabeza, d e su ignorado sepulcro, se asombraría a al ver cómo aquella Francia que se creía poseedora de la máscara greco romana y de la herencia de Eurípides, Sófocles y demás genios clásicos, inclinaba al fin la frente ante sus bárbaras creaciones, y llegaba paso a paso hasta el punto de colocarle en estatua cerca de sí, contribuyendo a su apoteosis y dándole señalado lugar entre sus genios predilectos.
Y se hubiese asombrado, porque ningún pueblo se resistió como el francés a concederle el lugar que merecía en la república de las letras por sus obras inmortales y por sus originales creaciones. Dominada la escena transpirenáica por Racine y Voltaire, e ignoradas casi por completo las tendencias de la escuela shakespiriana y calderoniana, eran vistas con desdén, si fueron conocidas, las obras inglesas y españolas forjadas en los nuevos troqueles románticos, y menospreciadas por aquellos fanáticos de la forma, que resucitaban Edipos, Ifgenias y Medeas, y que tachaban de bárbaro todo lo que no tenia el atildamiento y el sabor de Esquilo, de Plauto o de Menandro.
Afortunadamente para la Francia , una manía de Voltaire llevó a París las primeras reminiscencias del teatro de Shakespeare. La moda de conocer o de dar por conocidas las literaturas extranjeras se había iniciado con el enciclopedismo ya palpitante, y Voltaire quiso probar su competencia en ellas publicando sus célebres Cartas inglesas. Debe suponerse que estas cartas, producto de la notable intuición crítica del autor de Micromegas, no fueron todo lo estudiadas que debieron ser, y acaso sus deficiencias determinaron el viaje a Inglaterra que el autor dio después de escritas o después de publicadas, porque muchas de sus afirmaciones hallaron, en obras posteriores, rectificación o enmienda disimulada y artificiosa.
Voltaire, al llegar a la pérfida Albión, halló un fenómeno para él inexplicable. El pueblo ingles, en vez de deleitarse con las producciones extraídas de la literatura clásica, deleitábase en los dramas trágicos de un escritor de baja estofa y de propensiones vulgares, que aunque solía escribir alguna vez de griegos y latinos, extraviábase las más veces, llevando al teatro los hechos íntimos y los sentimientos, no de los héroes y semidioses, sino d e los pobres humanos.
Un mercader de Venecia, un moro bárbaro y celoso, un doncelillo vulgar, una pobre niña loca de amores o un ambicioso soñador y atrabiliario, solían dar los asuntos para sus producciones, y de tal modo amarraba el poeta a su carro de triunfo al auditorio, que Voltaire veía contraerse las fisonomías, entreabrirse las bocas, y verter lágrimas los ojos.
- ¿Quién es el autor de estas obras?-preguntó, sin duda, a su vecino, con aquella sonrisa sarcástica que ha llegado a ser su mejor distintivo.
- ¡Es el gran Shakespeare! -debió contestarle algún obrero de City o algún patrón de la orilla del Támesis, biznieto de los que llenaban el Corral del Globo.
- ¡Shakespeare!, ¡ah!
Y Voltaire tuvo con esto la revelación primera de un talento poderoso y de un género de obras dramáticas que el mismo Pedro Corneille no pudo encontrar en sus búsquedas españolas. ¿Qué efecto produjo en el admirador de Racine la representación del Hamlet o de El moro de Venecia? ¡Quién podía saberlo! En aquel rostro impenetrable, en el cual sólo se pintaba el sarcasmo, la curiosidad y la indiferencia, no era fácil encontrar las líneas reveladoras del pensamiento: pero, á juzgar por sus escritos posteriores, los dramas del Shakespeare le abrieron horizontes desconocidos para él, le iniciaron en esos misterios de la tragedia humana que hacen juego de niños los trabajos de Hércules y los miedos de Onfade, y sintió, acaso por primera vez en su vida, que su genio dramático se empequeñecía al compararlo con el de aquél, como se empequeñece el grano de arena junto a la pirámide.
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