..Animis natum inventumque poema juvandis.
Horacio
No deja de ser bastante ridícula la pretensión de algunos de los corifeos del nuevo romanticismo, atribuyendo la facultad de poetizar a una misión recibida no se sabe de quién; pues aunque citan la naturaleza, el genio y la inspiración, no por eso es mejor conocida la autoridad que llama y elige al poeta. Nosotros sabemos que el genio, auxiliado por la instrucción, enardece la fantasía, la presenta cuadros originales y animados, la enseña a vencer los obstáculos y a expresar dignamente lo que ha concebido. La inspiración en las bellas artes no es otra cosa sino el calor y la osadía de los sentimientos que elevan el alma del artista a una esfera nueva, desde la cual describe los objetos que en una situación tranquila ni aun podría descubrir. También sabemos que la naturaleza excita al verdadero poeta a cantar lo que siente y lo que imagina, no solo para su complacencia propia, sino también para la de la sociedad en que vive.
Esta teoría es clara y nada misteriosa cuando se definen con exactitud las voces. Mas no sabemos cómo pueda llamarse misión el impulso natural a describir las bellezas de la naturaleza, a presentarlas bajo el aspecto más ventajoso, a concebir y expresar ideas originales, vigorosas y sublimes. La misión supone una autoridad que envía, y que encarga la ejecución de una cosa. ¿Cuál es esta autoridad? ¿La naturaleza? Pero la naturaleza movió igualmente a hacer versos a Homero y a Quérilo, a Virgilio y a Bavio, a Boileau y a Cottin, a Calderón y al maestro Cabezas, el más desatinado de nuestros poetas cómicos. ¿Por qué la naturaleza imprimió tan fuertemente en el ánimo del gran Cervantes el deseo de versificar, aun después de desengañado que solicitaba
la gracia que no quiso darle el cielo?
¿Y quién tenía más derecho de creerse enviado para ser poeta que el autor del Quijote, dotado de la imaginación más vehemente, más rica, más variada que ha visto la república de las letras.
Los griegos y los romanos que tenían un dios de la poesía, nueve musas, una diosa de las ciencias, un Parnaso y una fuente Castalia, podían creer en esa misión. De aquí las expresiones est Deus in nobis, invita Minerva, aspirate canenti, musarum sacerdos; y otras semejantes que se hallan a cada paso en los poetas latinos. Ovidio, Virgilio y Horacio podían creerse enviados de Apolo, sacerdotes de las musas, inspirados por un Dios, así como César creía en su fortuna y Bruto en su mal genio. Pero nuestras creencias no permiten semejante suposición; y cuando nuestros poetas, tratando de asuntos religiosos, invocan la asistencia de los seres sobrenaturales, como los Ángeles, los Santos o la Divinidad misma, no es para conseguir una inspiración especial del cielo, sino para expresar dignamente las que ya hemos recibido de la fe.
Se ha querido comparar la inspiración poética a la que recibieron del mismo Dios los profetas y autores inspirados de los himnos y cánticos de la Escritura. Esta pretensión, que si se manifestase seriamente podría llamarse blasfema y sacrílega, es por lo menos soberanamente necia. Los escritores sagrados recibieron verdaderamente una misión; mas no porque sus composiciones sean poéticas, se ha de inferir que todo poeta es también enviado. Esto merece alguna explicación.
El tono de la Biblia es generalmente sencillo en las narraciones, nervioso y severo en los consejos morales, enardecido, vehemente y sublime en los cánticos y profecías. La inspiración divina era en cada uno de estos casos lo que debía ser atendido al objeto de la obra, a saber: dar noticia de los hechos pasados, o instruir al hombre en sus deberes, o ajustar a la música las alabanzas del Altísimo, o descorrer al género humano el velo de lo futuro. Así ni el Génesis, ni el Levítico, ni los libros de los Reyes, ni los Sapienciales son poéticos. Toda la pompa de la poesía se reservó para los cánticos, lo que a nadie causará extrañeza, y para las profecías que por su carácter particular exigen también el lenguaje de la imaginación y de los sentimientos.
En efecto, un hombre que descubre en la edad venidera sucesos que interesan a su nación, o llenos de maravillas y de misterios, no puede expresarse en el idioma tranquilo y sosegado del raciocinio. Era imposible que Jeremías vaticinase sin lágrimas la próxima ruina de Jerusalén, ni que entreviese sin grave conmoción de su fantasía el gran misterio de la pasión, simbolizado también en aquel suceso. Isaías evangeliza más bien que profetiza los sufrimientos del hombre Dios; pero su estilo, muy diferente del de Juan, participa del pasmo y del dolor que la contemplación del gran sacrificio debió causarle.
Así fue como la misión divina y la poesía se hallaron reunidas. Pero querer aplicar aquella voz sagrada al impulso que incita a cualquier versificador a cantar bien o mal asuntos o religiosos o profanos es un abuso de las palabras que debe reprimirse, y que solo ha podido tener su origen en el carácter ambicioso del siglo. Semejantes locuciones corresponden muy bien a la presuntuosa osadía que se va haciendo de moda en todas las clases y profesiones.
La verdadera misión del poeta es la que le designó Horacio: animis juvandis, recrear el ánimo: y todo el que la cumpla dignamente tendrá por bien empleado el trabajo y el tiempo que le hayan costado sus composiciones. Este objeto es muy noble, pues aumenta, sin menoscabo de la virtud, la corta masa de placeres que es dado al hombre gozar sobre la tierra.
Pero algunos nos opondrán una objeción que no carece de fuerza. «El objeto, nos dirán, que habéis atribuido a la poesía es harto frívolo y mezquino. Esta divina arte con el hechizo de sus formas, con la magia de la versificación, con la sublimidad de las ideas da, por decirlo así, una nueva vida a la verdad, y la hace accesible, no solo al entendimiento, sino a la fantasía y al corazón. Hay verdades, como son las morales religiosas, que en vano serán conocidas del hombre sino se le hacen amables, y este debe ser el objeto, la verdadera misión del poeta, obligar a la sociedad a que ame la virtud y le rinda sus homenajes. Un verso feliz grava mejor una máxima importante de moral o de política que un tratado científico de cualquiera de estas ciencias».
No quiera Dios que nosotros desterremos la virtud de la poesía, o que aplaudamos a los que abusan de este arte para hacer descripciones inmundas o para inculcar máximas inmorales y perniciosas. Más diremos: no puede haber belleza en una composición contraria a las buenas costumbres; porque la deformidad moral es la mayor de todas, y basta a destruir todos los rasgos bellos del cuadro mejor acabado.
Mas no por eso hemos de trastornar los principios, ni colocar los que solo son corolarios, al frente del sistema de doctrinas. El objeto primario de las bellas artes es agradar; es halagar la imaginación del hombre con la descripción de la belleza: para conseguir este objeto, en la pintura de las acciones, costumbres y sentimientos humanos, no puede prescindirse de la virtud: así es una consecuencia necesaria, pero no un principio, en las composiciones poéticas el respeto a la moral, la expresión enérgica de los afectos virtuosos, el embellecimiento de las máximas nobles y generosas, en una palabra, el triunfo de la bondad y la detestación del vicio.
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